Creo que fue Sandro Pertini quien pronunció una célebre frase que me viene a la mente con todo este jaleo de las infantiles conspiraciones en las que mi nombre ha salido adornado con un halo de protagonismo que antes que a nadie me ha sorprendido a mi: “…En política el poder obsesiona, sobre todo a quien no lo tiene…”
Razón tenía el viejo ex presidente de la República Italiana y compañero socialista, que conocía los entresijos del poder como nadie y que sabía de la obcecación que produce en algunos el llegar arriba a cualquier coste.
La obsesión de algún notable vecino de Alpedrete por quitarme del medio como cuadro político de mi partido es un grave error de cálculo en la estrategia y demuestra dos cosas:
En primer lugar que Sandro Pertini tenía razón y que la obsesión por conseguir el poder genera mezquindad y hace a los hombres más pequeños moralmente. Les lleva por estancias oscuras y pasillos lúgubres donde la traición, el cohecho y la maledicencia habitan como sombras alargadas que ennegrecen el alma humana.
En segundo lugar demuestra que cuando se pretende ser algo en política y faltan ideas, proyectos y apoyos, la desesperación, la incapacidad y la impotencia se transforman en rencor y el hombre se convierte en ese ser deplorable que transita por las páginas de aquella celebrada obra de Wilhelm Reich, Escucha, pequeño hombrecito.
Así, todo el que por hacer o existir es susceptible de restar protagonismo al hombrecito, se convierte en el propio enemigo y como tal en un objetivo a batir. A menudo no en campo abierto y a la vista de todos (tal es la insidiosa pragmática de la corrección política) sino al acecho, emboscado y camuflado con piel de cordero. Escondiendo la propia identidad como si la moral pudiera quedar indemne después de perpetrado un crimen tras la máscara de una falsa identidad.
Imprescindible la obra de Reich, el egregio intelectual austriaco que de la mano del psicoanálisis y el marxismo penetró como pocos en el alma de los hombres siguiendo el pestilente hedor de la mediocridad.
Los sucesos de estos días me han recordado casualmente aquella lectura, cuyas páginas he repasado hoy y al hacerlo de repente han surgido las palabras con el ímpetu de un géiser: “…lo que el hombre de la calle se inflige a si mismo, cómo sufre y se rebela, cómo admira a sus enemigos y asesina a sus amigos; cómo en el mismo momento en que, asumiendo la función de representante del pueblo accede al poder, lo ejerce con mayor crueldad que la que él mismo sufrió anteriormente por el sadismo de las clases dominantes…”.
No he podido sino reconocer al hombrecito de Wilhelm Reich, apostado en algún lugar bajo el soportal herreriano del Ayuntamiento de nuestra localidad, acodado en la barra de algún bar mercadeando miserias o deletreando un nik al teclado de la penumbra clandestina de un cuarto viejo y frío tras unos muros de piedra.
El error estratégico del que hablaba antes era indefectible, era casi necesario que acabara cometiéndose, porque es de necesidad que tanto rencor acumulado, tanta insidia, tanta frustración y ninguneo terminara convirtiéndose en traición, amen de una personalidad con ansias desmedidas de ser aquello para lo que no tiene –ni probablemente llegue a tener- talla suficiente.
He cerrado las páginas del libro y lo he devuelto al espacio que ocupa desde hace años en una librería de pino lacada en marrón. Al cerrarlo de golpe el alma del hombrecito se ha desintegrado en una pequeña nube de polvo de olvido y he soplado para disiparlo porque no quiero que tan siquiera me haga estornudar tan poca cosa.
Tras dejarlo en la estantería, he sentido como en una náusea la imperiosa necesidad de diferenciarme, de distanciarme del hombrecito y su mediocridad, de sus mezquinos devaneos con los poderes más oscuros, de su flirteo constante con la estulticia, de sus ansias de pisar a quien sea con tal de estar donde ya casi nadie le quiere.
Por eso he renunciado a escribir otras palabras diferentes a estas que ahora escribo; por eso me acuerdo de Wilhelm Reich y de Sandro Pertini y de tantos y tantas otros y otras por quienes sí merece la pena pararse a reflexionar un instante, ahíto de mediocridad, deseoso de encontrar una razón para creer en las personas.
Aunque se que estas sordo para mis palabras, aunque se que no quieres oír lo que digo; escucha, pequeño hombrecito.